Se hacía tarde. Era bien entrada la
noche y aún se escuchaban a lo lejos la música, las risas y el crepitar
del gran fuego. El pueblo seguía de fiesta y bailaba. Se acababa el
verano. Me deslicé en silencio hacia la cabaña. Me había despedido de
mis amigos, de mis numerosos tíos y tías, de los abuelos y los
ancestros.
Necesitaba un rato a solas para despedirme de mi vida. Cuando regresara todo habría cambiado. Todo, empezando por mí.
Ya eres mayor, dijeron un día. Es la hora.
Yo
no había notado ningún cambio perceptible, pero las estrellas no
engañan. Y las hojas de los árboles al llegar el otoño no mienten. “Es
la hora” era una certeza.
Vivimos en
árboles y en comparación con otros seres, se diría que somos muy
menudos. Pero no nos ven, no porque seamos pequeños, sino porque
quedamos pocos y porque los humanos ya no se acercan a los bosques. Nos
llaman cuentos, leyendas, fantasías. Vestimos hojas y cortezas de los
árboles. Nuestro hogar, el árbol en el que habitamos, nos provee de todo
lo que necesitamos. Y, a cambio, nosotros lo protegemos. Somos los
guardianes invisibles de los árboles.
Pero
cuando llegamos a cierta edad, debemos abandonar “el nido” durante un
año y un día. Iba a ser duro. Dentro de unas semanas llegaría el frío.
Tenía que buscar una buena madriguera y reunir nueces y frutas y raíces
para pasar el invierno. Cuando fuera primavera podría explorar otros
lugares.
Estaba tan inmerso en
mis pensamientos que no les oí llegar y se me echaron encima. Los dos
pequeños de la casa: mis hermanos, N’aelda y Okartzi. Los que más me
echarían de menos. Los que más me querían. Yo era su mundo, su ejemplo a
seguir. Creo que en el fondo no alcanzaban a comprender por qué me
marchaba durante tanto tiempo. Las razones poco importaban para ellos.
Les
abracé fuerte. No quedaban muchas palabras que no nos hubiésemos dicho
ya. No tenía sentido que les dijese que no hicieran enfadar a nuestros
padres o a los mayores; lo harían, eran demasiado traviesos.
Sed felices, dije en cambio. Era la hora.