[AVISO: El texto a continuación es ficción. Tenedlo en cuenta]
Los días de enero se fueron sucediendo rápidamente, las horas, los segundos, los suspiros se escurrían de las manos como si tan solo hubieran sido aire. O ni eso. A cada segundo que no mantenía la cabeza ocupada le volvía una y otra vez la conversación que mantuvo dos días después de comenzar el año. ¿O tal vez fue el tercero? Tanto daba. Solo fueron dos frases, una docena de palabras. Su mente volvía una y otra vez a ese momento, como si de un flashback se tratara y ella, la mente, fuera nada más que un disco rayado que repite, una y otra vez, la misma melodía, como si fuera la primera vez que la escuchaba.
Pensó que se acostumbraría a esas palabras. Pensó que, con el tiempo, tal vez dejarían de dolerle, que lo aceptaría y podría dar una respuesta. Pero los días del primer mes del año se fueron sucediendo y eso no pasaba. A ratos la invadía una furia descontrolada, tenía ganas de gritarle, de que sintiera por un instante todo el daño que le había hecho. En otras ocasiones se sentaba, o se quedaba de pie, y le caían lágrimas y lloraba en silencio. Finalmente, y no sabía cómo, solo empezó a llorar por un ojo: el izquierdo. Como una profesora dijo, el izquierdo era el lado de la luna, de las mujeres y, por tanto el de las emociones, que son la parte oscura, desconocida y descontrolada de una persona.
El derecho, pensándolo bien, sería el ojo de la lógica y el raciocinio. “(Él) Piensa esto”, dice. “No lo vas a poder cambiar. No le des vueltas. Haz cosas que te gusten y sé feliz”. O tal vez estuviera rabioso y por eso no lloraba, aunque la rabia es una emoción. ¿Quién sabe? ¿Alguien ha sido alguna vez un ojo?
Los días, como he dicho, fueron pasando. Demasiado rápido para su gusto. Su cuerpo, acorde con su estado de ánimo, parecía no querer curarse. Quien alguien estuvo en su momento con fuerza, optimismo y vitalidad, ahora carecía de color en las mejillas, la piel ya blanca empalideció aun más, moverse costaba un esfuerzo titánico. Tenía ganas de volver a sonreír de corazón a la vida, pero solo se atrevía a mirarla tímidamente por la ventana. Pensó en irse a otro lugar. Tal vez así fuera feliz, pero eso sería una huida. Y los fantasmas te persiguen allá dónde vas. Puedes huir de ellos por unos días, en unas vacaciones, pero más tarde o más temprano, habrás de volver a enfrentarte a ellos.
Es triste oír el rechazo de alguien a quien siempre has querido, que siempre creíste que te querría. Alguien que, desde que tienes recuerdos te dijo que te quería. Es duro, porque aunque llevabas años sin oírselo decir, sabías o creías que no cambiaría. “En el fondo me quiere” dicen las mujeres maltratadas después de que su marido las haya apalizado. “No lo hace queriendo, es que… estaba de mal humor. Pero me quiere”. Nadie le había dado una paliza jamás. Pero sentía una extraña cercanía con esas mujeres, porque ella, también, pensaba que en el fondo, por más cosas que dijera, la quería, que en el fondo la aceptaba como era. ¿Cómo se sentirían? ¿Qué pensarían las mujeres que han sufrido malos tratos, si su pareja después les dijera que no, no las quieren?
Probablemente se enfadarían, con él y consigo mismas, se hundirían, por él y por sí mismas, llorarían, gritarían, se sentirían perdidas. Algunas, incluso, puede que cogieran sus cosas y se marcharan. Otras, seguirían, sin sentido, con su vida: los palos de vez en cuando, y las caras felices delante de los amigos. Solo que no tendrían consuelo. No las quiere. ¿Por qué seguir con ello? ¿Es que hay momentos en que necesitamos sentirnos engañados para seguir con nuestras vidas? ¿Autoengaño, esa es la respuesta?
Como otras muchas antes que ella, por causas distintas, se sintió perdida. Se planteó el rumbo de su vida, los años dedicados a algo, o alguien que no fue lo que ella esperaba que fuera. Pensó en no volver a esperar nada de nadie, que los que tuvieran algo que ofrecerle, lo harían libremente. Tal vez de este modo podría aceptar a todo el mundo y no tendría desengaños.
Salió de casa, a eso de las tres de la tarde. Hacía bueno. El sol brillaba con palidez y apenas calentaba el rostro descubierto. Era sol invernal. Caminó, esperando que se le aclararan las ideas y que el salir a tomar el aire fuera el principio de algo más, como tomar una decisión. Pero al final solo pudo caminar, pues la mente, cansada, fue incapaz de pensar.
Terminó, hora y media después, sentada en una playa, sin nadie más alrededor. Solo granos de arena y agua salada. Miró a la lejanía y se sumergió con la mirada entre las olas embravecidas. Y descansó la mente. Acalló los fantasmas. Se calló a sí misma. Durante unos benditos minutos no fue nadie ni nada.
Los gritos de unos niños en la distancia la volvieron a la realidad. Seguía sentada sobre la costa. Con pereza se levantó y se sacudió, también con pereza, la arena que cubría el abrigo. Con dificultad, fue andando hasta llegar al pavimento de la calle y caminó hacia la casa donde vivía.
¿Se engañaba? No. Pero no podía hacer otra cosa por el momento. Entró. Saludó. Sonrió a todos como siempre hacía, fingiendo que no pasaba nada. Evitando una mirada, unos ojos escrutadores. No permitiría, bajo ningún concepto, que esos ojos vieran una lágrima más derramada por la misma causa.
En silencio, se sumergió en su mundo de palabras, de lecturas. Mañana será otro día, pensaba. Mañana tal vez lo vea distinto. No falta mucho para el mañana…
(Inanna - 28/1/08)